CAPITULO I
Semana Santa en el Trópico
Abril vestía túnica de jacarandas. Las ruedas del tren cantaban un son sin
melodía sobre la marimba de los durmientes castigando los rieles, mientras el
bamboleo del vagón me provocaba sueño.
El estridente silbato de la vieja locomotora pregonó su llegada de paso
por Amatitlán. Entreabrí los ojos al escuchar
la risa de un grupo de vendedoras de policromada blusa y nagua larga. Las
flores del trópico asaltaron a los pasajeros con el arma de su melosa sonrisa
ofreciendo cajetas de dulces populares.
Bostezando saqué de mi guayabera
una cajetilla de cigarrillos y antes de que me llevara uno a los labios penetró
con paso apresurado una mujer vestida de jersey blanco, perseguida por un
hombre mal encarado que atropellando pasajeros y vendedoras le dio alcance
sujetándola de un hombro sin ningún miramiento.
Creí que se trataba de algún altercado entre marido y mujer pero al
escucharla pidiendo socorro me levanté a separarlo de un tirón advirtiéndole:
-Esa no es la forma de tratar a una mujer.
Frustrado en su acometida, su rostro picado de viruela
enrojeció mientras bufaba:
-
No intervenga que no sabe quién soy.
-
Ni me importa- respondí indignado- Por lo visto
es un cobarde.
Con Mirada de perdona vidas me miró de pies
a cabeza lanzando un escupitajo.
-
A la mujeres hay que ponerlas firmes.
-
Quienes escuchaban comentaron desaprobándolo
mientras yo atendía a la muchacha recordando a mis hermanas a las cuales no hubiera permitido que las
maltratar ningún patán.
¿Le duele? – pregunté a la hermosa desconocida que se friccionaba
el cuello.
-Un poco- Creo que más fue el susto.
El de las viruelas comentó con suficiencia:
-Así soy yo. Conmigo
las mujeres no juegan.
Irritado por su repulsiva sonrisa repliqué:
-
Lo que hizo no es de hombres.
¿Entonces, qué cree que soy? – su tono era
desafiante.
La joven me mostraba su hombro amoratado
cuando de insólito recibí un puñetazo en el pulmón izquierdo que me hizo
tambalear. Reaccionando por su alevosía
lo castigué con los puños sin que le valiera defensa, hasta sangrarle los
labios.
El vagón se convirtió en un canasto de
pericas rebosante de gritos y unas
viejas noveleras clamaron por la policía que no se hizo esperar al
presentarse dos agentes de la autoridad al servicio del convoy. Uno de ellos, sargento de bigote espinudo
intervino:
¿Por qué tanto desorden?
Autoritario blandió su batón de membrillo y
el desconocido escupiendo sangre se apresuró a decir:
-
Esa mujer me robó y este me agredió sin motivo.
-
¿Usted qué dice?- me preguntó el sargento.
-
Yo intervine para que este salvaje no lastimara
a la señorita.
-
Los pasajeros afirmaron mi declaración.
¿Cómo fue? – preguntó a la joven que sin perder compostura
repasaba el carmín de sus labios.
-
Lo que dijo este hombre es mentira. Yo no soy ladrona.
-
No estoy segura que caras vemos…
-
Todo fue porque no le celebré una flor de mal
gusto.
El Sargento se rascó el bigote murmurando:
-
Todo esto me parece raro.
“Que la registren, que la registren” – exigieron los
pasajeros convertidos en jurado popular mientras el oficial miraba inquisitivo a la acusada.
¿Cuál es su nombre?
-
Sandra del Mar.
-
- ¡Ya se lo voy a creer! Eso parece el título de una canción.
-
Brotaron risas escépticas, sin embargo me
pareció natural aquel nombre para una sirena vestida a la moda. Ella respingó buscando algo dentro de su
bolso de piel de lagarto.
-
No miento. Puedo identificarme.
Los mostachos del sargento
aletearon por una sonrisa.
-Con su palabra me basta, pero no
se escapa de la registrada.
-¡Delante de todos!
Sus hermosos ojos negros se
redondearon de asombro hasta que intervino una señora gorda con aire protector.
-
No tenga pena chula – y dirigiéndose al
policía-. Oiga sargento. Ustéd no me va “azarear” delante de tanto mirón a la
señorita. Yo que no tengo vela en este
entierro, la puedo registrar en el sanitario.